lunes, 24 de octubre de 2016

PACO EL DE LA SACRISTÍA




El paradigma de tabernero callado y discreto acaba de jubilarse en Santa Marina


La huella que dejan las personas en los sitios que habitan, en los que se pasan la vida: basta un detalle para notar su ausencia. La otra noche, en la calle Alarcón López, junto a la iglesia de Santa Marina, se hizo evidente muy pronto, apenas antes de sentarse, que algo no cuadraba, que algo era diferente a como había sido en las últimas dos o tres últimas décadas, que ya no me acuerdo de qué año pone en el azulejo del bar, o de la taberna, que ha despedido antier como quien dice a su dueño desde que lleva abierto. O abierta. Paco, porque ese hombre se llama Paco, aunque lo que a uno le sale, ya que acaba de enterarse de que ha colgado el mandil para siempre, es hablar o escribir de él en pasado, de modo que digo o escribo que ese hombre se llamaba Paco, y que él me entienda aunque apenas sepa mi nombre ni quién soy, y añado que a uno se le rompió el corazón cuando se dio cuenta, o cuando le contaron, que si no estaba detrás de la barra no era por ninguna causa menor sino porque había llegado la hora de su jubilación y de que le había dicho adiós muy buenas a sus años de dedicación callada con la discreción con la que se van las personas que no se dan demasiada importancia a sí mismas ni al lugar que ocupan en el mundo, que por lo general es bastante prescindible e insignificante.

Como un torero que comprende que ha llegado la hora de no pisar más el albero y que guarda los trastos en un altillo sin esperar más gloria que la del silencio y el reposo, que no es poco: así se ha ido, y que me perdone el tiempo pretérito, quien fundó una tertulia taurina que entregaba cada año, o dejaba desierto si era el caso porque estas cosas son muy serias y no es cuestión de darle un premio a cualquier figurín, un trofeo por los festejos de la Feria de Nuestra Señora de la Salud.



Digo o escribo Paco el de La Sacristía y el verbo se resiste a una conjugación del pasado: pedacitos de su vida que va dejando uno en los mostradores o en las mesas, ya sean de interior o al aire libre. Esa taberna tenía, y quiero creer que va a seguir teniendo, tantos aires cervantinos de posada, de charla y de cruce de caminos como de ese recogimiento espiritual —el nombre que mantiene desde su nacimiento lo dice todo— tan querido en esta ciudad: la conversación a media voz, el hombre —porque su clientela solitaria ha solido ser masculina desde siempre— que llega meditabundo con sus cavilaciones después del mediodía o cuando la tarde ya ha caído y pide un medio porque sabe que solo él, ese recipiente de vino, es quien lo entiende de verdad, de modo que nada le reprocha y todo le perdona. Bastan muy pocas cosas para que un sitio sea reconocible, para que sea distinto de los demás, único. Una carta menuda de montaditos, unas pocas tapas tras una vitrina, una música de copla que apenas se oye, la clientela discreta de siempre, que se conoce pero apenas se saluda, y ese tabernero, el paradigma del tabernero cordobés, que no habla por no molestar o por no meter la pata, o por no tener nada que decir o porque siempre hay algo más importante a qué dedicarse. Paco, se llama o se llamaba Paco, Paco el de La Sacristía. Que le vaya bien.
Fotos: Jose Luis Cuevas