jueves, 11 de abril de 2013


El nieto del mayoral que viste de luces y calza gregoriana y mona

Manuel Sánchez Rodríguez 'Zapata' se crió entre el luto por Manolete y la efervescencia de Benítez y ofrendó al mundo del toro un apodo de mayorales iniciado a finales del siglo XIX.

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LA plaza de Las Tendillas conservaba aún los ecos de la visita del jefe de Estado con motivo del Día de la Hispanidad; el Campo de la Verdad estrenaba las primeras viviendas sociales de Fray Albino y la calle Antonio Maura se confundía aún con el Camino Viejo de Almodóvar o el de los Toros. Más allá, hacia El Higuerón, la parada obligada eran Los Olivos Borrachos, La Letro y Córdoba La Vieja, en donde pastaban las reses bravas de Ramón Sánchez Recio, con divisa verde y grana, junto a la ladera del Monte de la Novia. Al fondo, se recortaba el castillo sobre la dehesa y aquellos mayorales, diestros en reconocer las ganaderías bravas, dueños de la absoluta confianza y tesoreros de una pasión transmitida de padres a hijos. 

Uno de ellos fue el abuelo Miguel, empleado de Antonio Velasco Zapata y conocido como el mayoral de Zapata. Su hijo, Manuel Sánchez Domínguez, mantuvo la profesión en la finca Mesas Bajas de los Natera y heredó el apodo del padre. Manuel estaba casado con Marina Rodríguez Fernández y eran ya padres de un hijo que acabaría siendo mayoral en la ganadería salmantina de Montalvo. El segundo de los cuatro que tuvieron, Manuel, pasearía por las plazas de la Península y Francia el sobrenombre de Zapata. 

Manuel Sánchez Rodríguez nació un viernes 15 de octubre de 1948, cuando Córdoba despedía al general Franco y Díaz del Moral recibía a su último otoño en el exilio de Madrid. Creció en las dehesas de Almodóvar hasta los años 50, década en que la ganadería de Natera dejó de ser brava. Los caballos y reses llenan sus primeros recuerdos, junto al nombre de un novillo amansado a fuerza de caricias, que compartió sus primeros juegos, los años de adolescencia y las salidas a hacer la luna que para él tienen una lectura distinta: "Juntarnos unos cuantos de aficionados y salir al campo por la noche, cuando el ganado está tan tranquilo, descansado, para mí es espantar vacas". 

Quizá por eso empezó a probarse coincidiendo con "la revolución del Benítez; cuando todos queríamos ser toreros". La experiencia en el campo y la buena impresión que causaba, le animaron a más de una novillada nocturna y a debutar en Los Califas en 1968. Pero al llegar a la plaza, ilusión y realidad taurina le parecieron incompatibles. De nada sirvió su evidente valentía, sus exquisitas hechuras y el inmejorable recuerdo de quienes le vieron andar en la cara del toro. Aún a pesar de muchos, el debut fue prácticamente su despedida del capote y la muleta; nunca del toro y del caballo. 

Una sevillana, Setefilla, tuvo que ver con la aparente retirada. Buscó la estabilidad laboral fuera de las dehesas y las plazas; se casaron en 1974 y se fueron a vivir a Puerta Nueva, donde nacerían Manolo y Nacho; luego en Valdeolleros no dejó de respirar, de cuando en cuando, la soledad sonora entre Córdoba La Vieja y Almodóvar. Así, en 1987 vuelve a los principios que nunca había abandonado, porque, confiesa, "siempre queda algo de gusanillo y por eso no dejé del todo los toros". En los tentaderos, Ambrosio Martín insistía en entregarle el testigo y estuvo en ello durante dos o tres temporadas. En 1996, animado por El Califa y El Pireo entre otros, se convierte en picador profesional con la cuadrilla de Sergio Sanz durante tres años. Acompañó igualmente a Reyes Mendoza, Platero, Víctor Abad, Rey Vera, José Luis Torres, Andrés Luis Dorado, Julio Benítez o Curro Jiménez. 

Comenzaron así las actuaciones por toda la Península, o los viajes de ida y vuelta de Córdoba a Francia en el coche de cuadrillas con José Luis Torres y la incertidumbre de lo desconocido: "En la plaza pasa miedo todo el mundo, por muchas razones. A veces te encuentras en sitios en donde sólo ves los grajos sobrevolando la plaza; otras me he encontrado con sitios en donde no había ni anestesia". En ese sentido, para él Madrid es un paraíso de tranquilidad. 

A la mayoría de las plazas, se llega sin conocer a los animales y sin tiempo ni espacio para calentar al caballo: "Cuando la cuadra se conoce y te ofrece garantías, piensas que te puedes escapar; porque a nosotros nos preocupa más la cuadra que el corral". Sin embargo, ha sido el corral el artífice de sus más graves percances. En 1999, toreando con Rubén Cano El Pireo en Villanueva de Córdoba, se quedó sentado en el estribo frente al toro con el caballo echado. Hubo un capote porque "en la plaza siempre hay personas que, por muy poco que te quieran, te echan una mano. Tiene que venir muy mal el toro, si no te escapas. Pero ese día se quedó mirándome el cuello y decidió dejarme". 

El último percance, ya en este siglo, fue un derribo que acabó con el caballo sobre él y con el tabique nasal y el brazo izquierdo fracturados. Recuperado, sigue alternando sus tardes en la plaza con su vida en el campo, experimentando el latir y el sentir del toro y el caballo, los dos animales que llenan sus vitrinas de premios y reconocimientos por faenas memorables o exhibiciones ecuestres, siempre precedidas de un tiempo de introspección: "En las horas previas necesito la soledad para afrontar el miedo a la responsabilidad y al fracaso; porque los picadores nos enfrentamos con dos animales, uno al que dominar y otro que no te puede dominar a ti. Y luego darle a la puya con el corazón; echar el corazón en lo alto del palo".